5 de octubre de 2011

No podemos callar lo que hemos visto y oído..

Crónica de un Peregrino de la Jornada Mundial de la Juventud Madrid 2011.

Por Ezequiel Pablo Pernica.

Tuve la gracia de volver a Madrid una semana después de la JMJ (Jornada Mundial de la Juventud) luego de haber recorrido Barcelona y Valencia. Llegué el lunes con el alba. La vi desolada, tranquila, como cualquier otra ciudad. Que no se malinterprete, Madrid es una ciudad hermosa, sin duda una de las mas lindas de Europa. Pero algo le faltaba. Caminé desde Puerta de Alcalá hasta Plaza de Cíbeles. Me inundó la nostalgia. Pensar que hace una semana esta avenida tan tranquila estaba llena de jóvenes de todo el mundo. Jóvenes alabando a Dios. Manifestando su alegría. Jóvenes que viajaron miles de kilómetros para estar con el Papa. Jóvenes peregrinos. Jóvenes misioneros. Millones. No se podía ni caminar y hasta las estaciones de Metro estaban colapsadas en los alrededores. Seguí recorriendo Madrid. Le faltaba color. Le faltaba alegría. Le faltaban los jóvenes. Le faltaba el Papa. Le faltaba la JMJ.

Partimos con mis hermanos de la delegación de Avellaneda- Lanus, el 6 de agosto desde el aeropuerto de Ezeiza rumbo a Italia con la intención de visitar algunas de sus ciudades más importantes como Roma, Florencia, Asis, Siena y Venecia; antes de dirigirnos a Madrid para vivir la JMJ. Lo que vivimos allí fue indescriptible. Pero todo eso fue una preparación para lo que sería la semana siguiente en la capital española. Visitar La basilica de San Pedro y de San Pablo extramuros, estar en la tumba de Juan Pablo II, o recorrer las mismas calles que San Francisco de Asis, fue un verdadero sueño. Pero Madrid fue un sueño dentro de otro sueño. Madrid significó redescubrir una Iglesia que está más viva que nunca. Fue ver, comprobar, con mis propios ojos a Cristo Vivo en personas que no comparten la misma cultura, pero si tu mismo fervor por la Iglesia. Fue darse cuenta que, aunque no hablemos el mismo idioma, hablamos un mismo lenguaje: el lenguaje de la fe. Fue compartir con gente del otro lado del globo, que viajó miles de kilómetros por una sola razón: por amor a Cristo. Por amor a la Iglesia. Madrid fue alegría permanente. Fue ver gente alabando a Dios en las calles y en lugares como el Metro, los autobuses o en los Mc Donalds. Millones de jóvenes esperando para ver al Papa.

Una verdadera lástima que aquí los medios no hayan reflejado la magnitud de semejante fiesta de la Iglesia. Pero en fin, se habló demasiado en Argentina sobre los “indignados” que no pienso derrochar espacio hablando de ellos. Pero si se juzgó mal a la mayoría de los españoles por culpa de este grupo. Los madrileños nos abrieron las puertas de su hogar y de su ciudad. Han sido muy amables con nosotros, y me encantó poder conocerlos y compartir con ellos. Como dirían ellos mismos “se han portado de perlas con nosotros”. No tengo más que elogios para describir lo que fue la organización de semejante evento mundial. Imperfecciones las hubo, y las hay en todos lados, pero en general fue todo impecable. Y no empañan en absoluto la organización. Desde los transportes y los restaurantes (donde literalmente “nos dieron de comer” como demanda Jesús a los discípulos) hasta la predisposición de los servidores y voluntarios y la gentileza de los del lugar. Pero espero de corazón y rezo para que, como me dijo un madrileño en estación de Atocha: “Ojalá Madrid no vuelva a ser la misma después de que habéis pasado por aquí… extrañaré vuestra alegría”. Días después en el aeródromo de Cuatro Vientos, en la misa de Clausura, el Papa Benedicto XVI nos encomendó eso justamente. Que seamos misioneros, que bendigamos cada lugar por el que pasamos, como habíamos bendecido Madrid.

Una semana después miraba la Plaza de Cibeles solitaria y recordaba todo eso. Me imaginaba al Papa arriba de un escenario que ya no estaba. Ya no era de mañana. Era el atardecer, había recorrido toda la ciudad reviviendo aquel sueño. Aquel sueño dentro de otro sueño. Y mi recorrido finalizó allí. Al lado estaba la estación de Metro que me llevaría al aeropuerto de Barajas. Que me llevaría a casa. Mientras bajaba las escaleras hacia el metro me inundó la nostalgia y hasta derramé varias lágrimas. Llegué a sentir Madrid como propia. No tardé en preguntarme: “¿Y ahora qué?”. Ya tenía un objetivo: volver a mi tierra y contar todo lo que había visto y oído. Transmitír lo que había experimentado. También quería ver a mi familia, a mis amigos y volver a la Diocesis para contarles todo lo significó la JMJ y reencontrarme con todos los que habíamos vivido esta aventura. Había que comenzar con la misión que nos había dado el Papa en Cuatro Vientos: Ser apóstoles. Ya nada volvería a ser lo mismo. Había que dejar de revivir un sueño para comenzar a cumplir otro. Entonces reflexioné y me alegré. Tenía ese sentimiento nuevamente. El sentimiento de que podemos hacer la diferencia. De qué podemos cambiar el mundo. Lo mejor está por comenzar. ¡Ésta es la juventud del Papa! ¡Hasta siempre Madrid!

Ave María y Adelante...!
De Colores...!