Sin embargo, la Cristiandad latina empezó gradualmente a restringir su uso. A principios del siglo III, papa era un término de respeto hacia los altos cargos del clero. Hacia el siglo V, era particularmente aplicado al Obispo de Roma, sin excluir otros usos. Después del siglo VIII, por lo que respecta a Occidente, el título fue usado exclusivamente por el Obispo de Roma. De hecho, el gran Papa reformador, Gregorio VII (1073-1085) restringió oficialmente su uso al Obispo de Roma.
Como afirmó el Concilio de Florencia en 1439, definido como materia de fe por el Concilio Vaticano I en 1870 y confirmado por el Concilio Vaticano II en 1964, Jesucristo confirió exclusivamente a Pedro la posición de primacía en la iglesia. En la solemne definición de la primacía Petrina, el Concilio Vaticano I citó los tres textos clásicos del Nuevo Testamento asociados con ella: Juan 1 42, Juan 21 15 ss., y, sobre todo, Mateo 16 18 ss. El concilio entendió que estos textos, junto con Lucas 22 32, significaban que el mismo Cristo constituyó a San Pedro como príncipe de los apóstoles y cabeza visible de la iglesia, poseedor de una primacía de jurisdicción, que se transfería a perpetuidad a sus sucesores papales, junto con la autoridad para pronunciarse infaliblemente en materia de fe o moral.
La importancia de Pedro en la Iglesia que Cristo estableció es afirmada también por las menciones muy numerosas a este apóstol en el Nuevo Testamento y la evidente autoridad de Pedro en esas ocasiones. En el Concilio de Jerusalén (Hechos 15), fue Pedro quien decidió lo que se haría con los Gentiles conversos y estableció esta decisión como norma firme. De hecho, fue a Pedro a quien Dios reveló que debía evangelizase a los gentiles, aunque sería Pablo quien se convertiría en su apóstol más ferviente.
Ave María y Adelante...!
De Colores...!